Por: Alexander Escobar
alexanderinquieto@gmail.com
Si se es católico y creyente, hay
preguntas fáciles de responder. “En qué crees”, es una de ellas. Pero en casos
como el mío, donde la respuesta no es “Dios”, “el Santo Evangelio”, o “la Biblia”, la pregunta se
complica. Es más, si no eres hábil con lo que dices, hasta problemas puede
acarrear. Créanlo. En el cine hay buenos ejemplos de ello. Películas como La lengua de las mariposas es, quizás,
el más claro de todos. Porque calificativos como “¡Ateo!” y “¡Rojo!” no son
simples palabras del folclor político o religioso, o una forma de reconocer la
libre personalidad. Todo lo contrario. Son calificativos discriminatorios que
–en un mundo polarizado– ponen en riesgo la vida y la diferencia.
Por eso evito debates sobre el más
allá, el más acá, y el antes de la cruz, diciendo que es en el cine en lo que
creo. Y si piensan que es descabellado, se equivocan. Muchos son los pueblos que
han contado su historia en una película, y muchos los que aún no logran hacerlo.
Quizá se trate de un problema de dinero. En gran medida, así lo es. Sin embargo
el asunto no concluye ahí: miles son las películas producidas a la fecha, y pocas
las que hoy merecen recordación. De manera que el problema no es solo de
industria cinematográfica; también es de estética y política. Con estética, aludimos
a cómo se cuenta una historia; con política, a quién la narra y por qué lo hace.
Dicho de otro modo, si tomamos la Seguridad Democrática
como tema, el gobierno colombiano no narrará la misma historia, ni tendrá la
misma forma, de la contada por las familias víctimas de los “falsos positivos”
(o crímenes de estado, o de guerra, para ser más exactos).
Pero a la sociedad parece no
importarle el asunto. Incluso, hasta entrena su memoria para idolatrar la
estupidez. Y el cine, un jovencito próximo a cumplir 115 años de edad, es ya testigo
y protagonista de la situación. ¿Cuántas películas “de acción”, “de humor” y “de
terror” serán recordadas? En un año, muchas tal vez; en una década, muy pocas
sobrevivirán.
Y como esas películas es la sociedad. Porque
su memoria se ha vuelto desechable, pasajera con lo que lee, lo que escucha y
lo que ve –y quizá también con lo que toca–. Es un gusto por lo inmediato y
sensacional, mediado por la moda y el consumo, y no por la estética y el
contenido. ¿Quién recordará películas tan similares entre sí donde ya ni
siquiera el nombre sugiere originalidad? Todas parecen un mismo libreto, un
mismo mercado, un solo recuerdo que alude a un gusto por el olvido. Igual se
mueven las personas, como una misma película hecha para no ser recordada.
Sin embargo existe la excepción. También
hay películas que son memoria y personas que buscan proyectarse como ellas. Por
eso creo en el cine –a pesar de todo–. Y no es solamente una cuestión de gustos
o una confesión. Es la capacidad de afectar las cosas lo que me lleva a él: cuando
no es olvido y solo industria, sino testimonio que resiste a la extinción; cuando
es Neo enfrentando a la Matrix,
y no la Matrix alimentándose de la sociedad.
Tal vez el cine no haga magia, aunque se
acerque demasiado a ello. Y a lo mejor ni siquiera sirva para cambiar el mundo.
Pero no importa. Pensándolo bien, esto es una ventaja estética. Porque si pudiera
hacerlo, la trama de la sociedad sería demasiado simple; y la película,
aburridora; y toda motivación se perdería. Además, no hay razón para alarmarse.
Gracias a Roman Gubern hoy sabemos lo necesario: el cine no sirve para cambiar el
mundo, es cierto, pero sí sirve para cambiar a quienes pueden hacerlo; aquellos
capaces de transformarlo como Neo,
que ya no es solo un personaje de ficción, sino también un despertar, un
regreso a la memoria, la puerta más próxima al umbral de la sensatez.
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Artículo publicado por el Semanario Voz
en Noviembre 24 de 2010
en Noviembre 24 de 2010