La Operación Blancox ~ Alexander Escobar

La Operación Blancox

alexanderinquieto@gmail.com

Jamás duermo hasta no concretar una idea. Tal vez piensen que es una obsesión. O quizá crean que es un problema de insomnio nada más. Sin embargo, es más delicado. Mi caso es de gastritis, de incomprensión y fatal abandono. Esto es lo que me atormenta. No lo que investigo, porque al final obtengo buenos resultados. Pero las mujeres que he amado, y su rechazo a mi actividad extracurricular, siempre será un asunto sin resolver. Esta es la tragedia que cargo y con la cual vivo por el bien de la humanidad. Ese es mi destino. Y fueron sus presagios los que llegaron anunciando que tanta pared blanca era un plan de proporciones abismales. Y dedicarme a ello, y hallar a los responsables, me costó el fracaso de otra relación, con toda la gastritis del proceso… 
Muchos años he sostenido que tener en las universidades las paredes blancas es solamente una cuestión de gustos. A mi me gustan con frases, dibujos, imputaciones y fechas, incluso, hasta con tachones y mala ortografía. Otros, en cambio, las prefieren inmaculadas, pulcras, sin letras ni dibujos, y bañadas con algún tipo de aislante que protege a los antipedagogos del graffiti merecido. Por eso no gusto de paredes blancas. A causa de ellas los buenos lectores son escasos, y los malos profesores un mal curricular venerado. Hago esta claridad para mostrar que no exagero, y que mucho menos sufro de paranoia alguna. Es sólo que una cosa siempre me lleva a la otra; y entre cosa y cosa, termino en investigaciones que me roban por completo; en pequeños detalles que se relacionan y que la experiencia obliga a contemplar. Así nació este caso. De la notoria decadencia del profesorado y del elevado número de paredes blancas en la universidad. Nació de la escasez de graffitis, por un lado, y de la abundancia de malos pedagogos, por el otro.
Es normal que haya resistencia a lo que afirmo. Sé que la hay. Sobre todo de quienes aún viven en la inocencia. No obstante, tengo que decir que la universidad nunca es lo que se cree. Cuando no se conoce, idealizarla es algo frecuente –error común de la adolescencia, que en algunos perdura hasta la vejez–. El problema es que nadie te lo informa. Por el contrario, lo encubren mientras dicen que serás “un gran profesional”. Y uno, bien ilusionado, hasta se lo cree. Sucede entonces la desgracia: pasas el examen de admisión; ingresas en ella; y en menos de un año la magia desaparece. Después empieza la gastritis. Y cuando tu inocencia se acaba y los buenos maestros se jubilan, al final uno queda detenido, estacionado ahí para mantener contentos a los padres. Bueno, seamos justos, no todo es malo. También conoces a buenas personas que nunca llegarán a graduarse. Y lo más importante, en la universidad tienes cine gratis.
Pero con películas ningún humano soporta esta decadencia. Es tan delicada la situación, que ni el cine logra contenerla. Y tan indignante el caso, que sumarse a la causa debería considerarse como un hecho obvio. Sin embargo, pensarlo sería un error. Si las cosas ocurrieran así, hace rato me habría jubilado de este oficio y –para felicidad de mi familia– hasta graduado estaría. ¿Piensan que soy pesimista? Se equivocan si lo ven de esa manera. Solamente es cuestión de experiencia. De aprender que la dignidad de muchos es la causa asumida en la gastritis de unos cuantos.
Entonces con cuatro o cinco estudiantes me bastaría. Además, porque el problema no era de multitudes, sino de encontrar con quien compartir lo aprendido en estos años. Necesitaba a algunos investigadores dando golpes calculados, y no a una multitud de seguidores movidos sólo por el alto costo del semestre.
¡Pero ninguno de esos malditos insensatos acudió al llamado! ¿Por qué? ¡Porque no les importa su miseria! ¡Y para qué esta estúpida experiencia! ¿Ha servido de algo? ¡Para nada! ¡Sólo problemas, abandonos, años y años malgastados de mi…! Perdón… Excúsenme... Esto no es propio de un profesional. En verdad, excúsenme... Es que resistir a la infamia es un don que habita sólo en personas como yo. Y cada vez que se confirma, la impotencia llega a desestabilizarte. Tal vez parezca engreído. No importa. La cuestión es que los hechos superan mi humildad. Después de dos semanas de proponer el tema a mis compañeros, por distintos medios y formas, incluso, hasta con licor, sólo esta frase conseguí: “Ahora no puedo, tengo parcial”.
Si la apatía de los estudiantes puede tener explicación, ello no basta para enfrentar el asunto. Estoy solo en esto, es lo único que necesito saber. Y que no haya insensatos a mi lado, es mejor, aunque –confieso– siempre gusto de ir a cine con algunos de ellos; sobre todo en días previos al inicio de cualquier caso. Porque todos tenemos rituales. Quizás las películas no sea lo de ustedes. Pero si creen que llegarán a circunstancias similares, deben estar preparados: la soledad es consecuencia de este oficio. Y lo duro de estar a la vanguardia es que recibes los golpes más certeros. Con cada nuevo encuentro, hay un golpe que supera al anterior. Claro que en este caso, no sólo lo superó, además se tornó siniestro. Júzguenlo ustedes. Sucedió cuando quise invitar a mis amigos al cineclub. Fue tanto el daño, tan insoportable el ataque, que prefiero no entrar en detalles. Sus palabras, un libreto de terror: “este semestre no hay tiempo para ver películas”.
Sepan que la serenidad de su rostro al decirlo fue lo que más dolió. ¡Cómo puede aceptarse con total normalidad el hecho de no volver a cine!  ¡Quiénes son los responsables de robar la lúdica y la sensatez a los estudiantes! Entendí entonces que el caso era preocupante, que sí justificaba poner en riesgo la relación con mi novia. Y sin vacilaciones, de inmediato busqué la droguería más cercana y me aprovisioné de veinte tarros de hidróxido de aluminio y mucho, mucho omeprazol.
Con juicio y método me dispuse a investigar. Hice un listado de los profesores que merecían estar en las paredes, obviamente, en homenaje a su decadencia. Y como niño estrenando pelota, con lista y resaltador en mano salí a recorrer la universidad durante varias semanas. Anoto que los resultados fueron fatales. Resumo: luego de sacrificar tres tarros de antiácido de 360ml c/u, capotear las llamadas punzantes de mi novia y mantenerle todo en secreto, al final pude comprobar que el 98.1% de los tiranos de la docencia salían impunes. Era tanta la blancura, que no era difícil permanecer con la mente en blanco durante todo el día, expuesto a que te llenaran de basura la cabeza.
Por seguridad, no volví a clases. Simplemente me dediqué a las paredes, sin nada que se interpusiera entre ellas y yo, consagrando horas enteras a ello, ensimismado, tratando de descifrar lo oculto en ese color maldito. Y hubo frutos. No sé si llegué a un estado similar al de un monje tibetano en pleno éxtasis de meditación, pero creo que debe haber sucedido algo por el estilo. Porque un día, con la mente en blanco, luego de contemplar durante varias horas una pared recién pintada, los ojos de una ecuación se materializaron, una especie de fórmula secreta:

PVP – PD = 0

 
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